Se sabe, en la aurora de la modernidad, el pequeño burgués, el feligrés, el asalariado, el respetuoso padre de familia, podía gozar de una razonable tranquilidad.No solo podía contar con la institución iglesia que le revelaba la verdad y le entregaba una ordenada normativa de cómo usar el cuerpo, o de cómo no usarlo en realidad, y de cómo proteger el alma con la fe en Dios, y así convenientemente separados cuerpo y alma, y claramente identificados los pecados, solo faltaba que apareciera la minuciosa sombra del estado para que la vida se hiciese fácil y rutinaria.
En resumen, si uno cumplía con las normas de la madre iglesia y del padre estado, no había nada que temer y aún cuando por algún desafortunado desvío esas reglas eran rotas, estaba la mágica poción del castigo que repararía lo que había sido roto y la virtud del hombre quedaría intacta. Un delito, un castigo como dice la publicidad de algún candidato a diputado, y cámaras que nos miren, como promete otro, es decir, la ilusión punitiva, esa magia por la cual, un excluido que comete un delito porque ya no le importa nada, se va a detener porque se prolongue su castigo, cuando se sabe que no importa el tiempo, pueden ser cinco años, diez años o veinte años, porque basta ingresar en una cárcel para ver destruida una vida para siempre.
Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana.
Como todos habrán advertido el párrafo anterior es el comienzo de la novela El proceso de Franz Kafka. No se trata de una lateralidad ni de un delirio, es la profecía de un gran escritor que supo anticipar el terrorismo de estado, tal como sucedió en la Argentina. Uno podía ser castigado sin saber por qué. Se había terminado con la tranquilidad burguesa, había pecados desconocidos, normas ocultas que era preciso conocer. Algunos llegaron a sospechar que el nuevo pecado era ser comunista o peronista, pero nadie estaba muy seguro.
Juan Cabandié, hijo de desaparecidos, hijo apropiado (eufemismo para decir que fue secuestrado) por los asesinos de sus padre, está en la picota, es decir, tomando la poción del castigo mediático, una moderna cicuta socrática que consiste en ser denostado públicamente, por una maquinaria implacable que no podemos calificar de otra manera que de mafiosa, y por un cuerpo de verdugos voluntarios, anónimos cibernautas que usan su corto ingenio para repetir torpemente lo que ven y lo que escuchan.
Cuál sería la culpa del diputado: haber dicho en una discusión, que se prolongó cerca de una hora, con un gendarme malo y con uno bueno, más una agente de tránsito ni buena ni mala, que era guapo porque había enfrentado a la dictadura. Según el tribunal mediático ese heroísmo, tal vez incorrectamente mentado, no le correspondería, aunque en realidad, ellos tampoco crean en el heroísmo de los padres de Cabandié, sino más bien en su culpabilidad, tal como lo dijo Carrió en lo que pareció un sincericidio. Sea como sea se trata de una verdad que tratan de ocultar con todo su poder: a Cabandié sí le corresponde el heroísmo de haber enfrentado a la dictadura, porque la enfrentó siendo un bebé, luego siendo niño, luego siendo un joven, tal como la enfrentan hoy los cuatrocientos jóvenes adultos, que aún sin saberlo soportan todavía la real punición de la dictadura.
Juan Cabandié es Josef K., pero por suerte todos sabemos que es inocente