jueves, 30 de mayo de 2013

Heráclito el oscuro y los medios

     La muerte es indiscutible, clausura la posibilidad de toda argumentación. Nadie se animaría a discutir entonces que la muerte es noticia. Si uno tiene la paciencia de detenerse ante la pantalla de cualquier televisiòn la vera, me refiero a la muerte claro, desplegarse en los sucesivos escenarios.
     Nos muestran la muerte con todas sus miserias, no nos ahorran nada, la muerte que le sucede a los miserables (en el sentido que Víctor Hugo los nombró) las muertes patricias todavía son invisibles. La muerte vuelve visibles a los miserables, son noticia por un instante, es decir que los integra en la realidad, una realidad previamente guionada por supuesto, y no importa cuanto dolor deban superar, tendrán que cumplir su papel si pretender ser enfocados.
     ¿Cuál es el sentido de todas esas muertes que explotan en una pornografía insoportable del amarillismo televisivo? Nadie responderá a esa pregunta, es una pregunta que esta fuera de lugar en la patria televisiva, porque si uno se pregunta por el sentido de cualquier cosa pierde toda posibilidad de ser noticia y deja de ser enfocado. La pregunta supone una demora, una búsqueda, una problematización de lo interrogado.
     Horacio Gonzalez en su último libro (historia conjetural del periodismo) ubica al parte de guerra como posible antecedente del periodismo. ¿No decía Heraclito, el oscuro, que el nucleo mismo de la realidad era la guerra? ¿No es lògico entonces que la noticia este en el núcleo de la realidad? Sucede que la noticia es una de las formas de la guerra, casi podemos decir que es la misma cosa. La guerra, esa tensiòn constante, que convierte a la paz (otra vez Heráclito) en una guerra latente, está ,creo yo, apenas disimulada por la retórica periodística de la muerte.

lunes, 20 de mayo de 2013

Las operetas

     Qué hay de ficcional y qué de real en la política argentina. Aclaro que no considero lo ficcional como mentira y lo real como verdad. Ni siquiera puedo decir que caminen por veredas separadas.
     La realidad, lo que aceptamos como realidad, tiene dentro de sí, tanto elementos realistas (¿podemos decir materiales?) como ficcionales, que no podemos escindir si pretendemos dar una visión completa de las cosas que pasan. Pero qué podemos decir de la opereta armada en torno a la posible intervención de Clarín, que incluiría el levantamiento del celebérrimo programa de Jorge Lanata y las inolvidables novelas de Suar. Esta representación tuvo su punto de máxima irrealidad, es decir, cuando lo ficcional se presentó escindido de su costado real, la opereta, si podemos utilizarlo como categoría, con el decreto de Macri declarando, poco más o menos, que la ciudad se separaba del país, como sucedió luego de Rosas y no reconocería la legislación nacional.
     El domingo terminó la opereta, o acaso uno de sus capítulos, con la columna de Morales Solá, una especie de juez de la corte suprema de la irrealidad, contándonos que la presidenta había dado marcha atrás en una medida que nunca había existido y que nunca había pasado por su cabeza.
     Por supuesto que a esta opereta se le fueron sumando, en las últimas horas, otras, tal vez más pequeñas, en una persistencia que no permite respirar como fue la calificación, por parte del diario La Nación, de Videla como dictador y la del último domingo, anunciando la edición de las obras de Galeano, colección que comenzará con "Venas Abiertas de América Latina"-
     Confieso que mi débil salud mental trastrabilla ante tanto desatino y tanta falta de escrúpulos que se deben soportar: cualquiera puede decir y hacer cualquier cosa, no importa nada. Para mi gusto es demasiado. Como diría un tristemente célebre periodista de la opereta: hagan algo o mejor, déjense de joder .

sábado, 11 de mayo de 2013

Pedro, el librero, contra la tiranía del tiempo

     Debo confesar: compro libros en forma compulsiva. Y por qué calificar de compulsivo a ese deseo primordial que me ha acompañado desde el fondo de los tiempos. No lo hago con la intención de disminuirlo, acaso tenga que ver con la tendencia de vivir con culpa todo deseo gratuito, quiero decir, no relacionado con el uso instrumental de las cosas, o por haber desobedecido el mandato social del ahorro.
     No recuerdo, ahora, la primera vez que me paré frente a la vidriera de una librería. Tal vez porque si la hubo, y debe haber sido así, como con todas las cosas que nacen y mueren en el tiempo, no me debo haber interesado con un autor en particular, o por un contenido requerido por la escuela, sino por el color, o por algún dibujo que hubiera en la portada. Era lo esperado, porque mis primeras lecturas fueron las revistas de historietas que mi abuelo me traía para que pudiera soportar mis largas estadías dentro de la casa curándome de algún ataque de asma.
     Quise dibujar, tal como lo hizo el maestro Feinmann, aquellos superhéroes, pero me fue imposible, y como como había sucedido con mi enfermedad y más tarde con mi experiencia con la música, fueron las palabras, a partir de esa época las que cubrían las páginas de esos primeros libros, las que vinieron a rescatarme de mi ausencia de talento como dibujante.
     Quiero tener libros, de eso se trata. Y luego de adquirirlos, mirarlos, como si fuera un cazador con su presa.
     ¿Se trata de un mero deseo de acumular, o se trata de la antigua búsqueda de un sentido que ordene lo que aparece caótico en la experiencia?
     Cuando se llega a la cifra de tres mil libros (nunca los conté, pero establecer una cifra, aunque suene desmesurada, ayuda a que las diversas pilas, cajas y estanterías abarrotadas de libros no parezcan infinitas, y cierta racionalidad, en este caso la que se toma prestada de las matemáticas, impere sobre tanta desmesura material) se produce una sensación de vértigo.
     Como consecuencia de comprar tanto, hay libros que quedan veinte años sin ser leídos, postergados en un ostracismo muchas veces injusto, por la arbitrariedad de un autodidacta (soy un autodidacta culposo que cada tanto entra en alguna institución educativa) y son rescatados de manera tan azarosa como cuando fueron olvidados en un principio, por el azar de alguna recomendación o porque fueron nombrados por algún escritor admirado o en algún diario o programa de radio que se escucha con frecuencia, como fue el caso del libro que motivo este artículo: Pastoral Americana de Philip Roth.
     Lo había comprado precisamente hace veinte años, me lo había recomendado Pedro, un librero inolvidable, recientemente fallecido, uno de los últimos libreros como dijo alguien que había sido su compañero de trabajo, un educador anónimo que ejercía su magisterio en lugares que tal vez no fueran más que cadenas comerciales que vendían libros como podrían vender cualquier otra cosa y que ahora que no está Pedro efectivamente venden cualquier cosa, una mercancía cualquiera, que es despachada anónima y deshumanizada a manos de otros que tampoco se dan cuenta que están comprando. Pedro no. Pedro era distinto, recomendaba con su voz suave y bondadosa los libros que él consideraba fundamentales para la persona que iba a buscarlos y hasta podía mandarlos a otra librería de la competencia, en las propias narices de los dueños de la librería Fausto, ahora Cúspide, si en la librería que trabajaba no tenían aquel libro.
     El caso es que Pedro me recomendó el libro, Pastoral Americana, que estoy leyendo finalmente, luego de veinte años, y no puedo dejar de pensar que, de alguna manera, cada vez que lo leo, se produce un quiebre en la linea del tiempo, y traigo al presente a Pedro que quiso que lo leyera y a Philip Roth en el momento que lo escribió y por que no también al Sueco, que nunca estuvo realmente en el tiempo porque es el protagonista de la novela, y que no puede entender como su hija puso una bomba en la farmacia de un pequeño pueblo de los Estados Unidos si ni siquiera en la biblioteca de ese lugar remoto se puede conseguir un ejemplar del manifiesto comunista.