Ahora que las estridencias de la campaña electoral parecen apagarse, vuelvo a escribir, consiente de que quien intenta ese arte arcaico debe restituir primero el sentido que han perdido las palabras, o al menos, recrear la posibilidad de que vuelvan, las palabras digo, a significar algo. Construir un sentido que escape de la ausencia de sentido, que devele, el secreto escondido detrás de las turbulencias cotidianas y de la insustancialidad publicitaria.
El secreto es, y no era tan difícil descubrirlo, la circulación del capital, el factor decisivo en última instancia, la víscera más sensible. Más claro aún, estoy hablando del dinero, que según se sabe, es el objetivo último de estos señores que aparecen tan exaltados en estos días en sus programas de televisión. El dinero que temen perder, el capital que los hace sentirse distintos, mejores que nosotros.
Estos señores elegantes que se lavan las manos luego de tocar dinero, horrorizados de tocar algo que pudo haber tocado el común, dejando su mugre y su olor, pero aún así, no pueden dejar de hacerlo porque lo adoran, es el símbolo de todo lo que creen.
Se lavan las manos, pero, para su tragedia, no hay jabón que pueda limpiarlos, ya que cada día olerán peor, y nada valdrán los títulos ganados, ni la música culta, ni los lugares exclusivos, porque si hay algo que no se puede ocultar es el mal olor y eso los saca de las casillas, los hace perder la compostura, es decir, los hace descomponerse, tal como los nobles, augustos y olorosos cadáveres que cuelgan en sus paredes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario