¿Es posible saber con anterioridad cuáles van a ser los momentos memorables de nuestras vidas?
Un gran amor puede ser memorable; un asado con amigos en el que uno se va a reír como nunca lo hará después también lo puede ser, o yendo a algo menos universal: el momento que uno lee o escribe el libro que andaba buscando desde siempre puede ser lo memorable o decisivo. Esta es mi lista pero puede haber otras, todas son válidas justamente porque los ejemplos de lo que puede ser memorable están atados a la subjetividad del que entrega la lista o al trabajo que irá haciendo el paso del tiempo.
Sucede que la vida no es el cine de Hollywood y en los momentos privilegiados no suena una música de fondo, ni el director marca a los protagonistas con sendos primeros planos. Vivimos una vida pequeña, algo burda, sin nada que se parezca a la épica, y es muy posible que lo memorable haya pasado por nuestra vereda y no nos hayamos dado cuenta y nos hayamos ido a dormir o nos hayamos ido a otro lado apurados por ver tal o cual programa de televisión o ha comprar cigarrillos antes de que cerraran los kioskos.
Recordaremos pero también será necesario, para narrar lo memorable olvidar los detalles de lo que ya dijimos es banal en nuestra vida. Podemos intentar una lista de las cosas tediosas de nuestra rutina: cuando nos afeitamos, cuando tomamos el colectivo cada mañana, cuando compramos alfajores. El olvido entonces vendrá en nuestra ayuda y nos ayudará a encontrar las pepitas de oro en el barro.
Funes, en el cuento fantástico de Borges, es un muchacho humilde de campo, que habrá de tener un accidente, lo volteará un redomón en la estancia de San Francisco, según nos dice el narrador, y quedará tullido, sin esperanza. Ese accidente también le regalará una memoria prodigiosa. Más recuerdos tengo yo solo, dice luego Funes, que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Pero también nos dice que su memoria es como un vaciadero de basura. Hacia el final del cuento, luego de enumerar las tareas inútiles que Funes emprende con su prodigiosa memoria, Borges dice que sospecha que no era muy capaz de pensar. Pensar, nos dice Borges, es olvidar diferencias, es generalizar, es abstraer. En el abarrotado mundo de Funes, concluye, no había sino detalles, casi inmediatos.
En la era informática, sin embargo, amamos los detalles, la información más insignificante es guardada en memorias que podemos comprar sin necesidad de someternos a la desgracia de Funes, en aparatos cada vez más pequeños, prótesis diría Freud, y a la vez más rapidamente considerados obsoletos.
Las fotos digitales nos permiten sacar mil fotos de un viaje. Será que ahora, por la magia de la computación, suceden mil hechos memorables en las vacaciones cuando en el pasado los insignificantes rollos de 36 fotos nos proporcionaban esa ínfima cantidad de experiencias notorias. Será que la técnica y no nosotros produce y elige lo que será colgado en la red.
Uno mira con cariño las fotos de los amigos y aún las propias que otros sacaron de uno mismo (mis fotos son inútiles porque siempre las saco movidas, resistencia o incapacidad que acaso explique esta nota) pero hay algo de falso y de mecánico en todo esto. Acaso sea cierto lo que decía la gente que desconfiaba de la fotografía en sus albores y un poco de nuestra alma sea robado en cada selfie
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