La historia de la derecha en la Argentina parece interrumpirse en 1930, fecha del primer golpe de estado. Luego de esa fecha, esa narración, entendida como verdad y como tal enseñada en los colegios, se hace discontinua, confusa, silenciosas.
En los fastos del primer centenario, que también fueron, vale decir, los festejos de la victoria de la clase oligárquica, en la larga guerra civil del siglo diecinueve, que dieron como resultado la apropiación de tierra vía ley de enfiteusis y exterminio de los indios, la república conservadora le mostró al mundo el país que finalmente habían construido, tan parecido a Europa. País o ciudad no pareció importar demasiado.
Ese intento fallido de totalizar fue la cima del relato conservador y también el comienzo de su declinación. Los festejos se hicieron bajo estado de sitio, había aparecido ya un sujeto, el anarquismo revolucionario, que había venido a arruinar la fiesta oligárquica. Los europeos que venían a traernos la civilización, según había sido el sueño de la generación del 37, como una especie de inmanencia, trajo en vez la ruptura revolucionaria.
Lugones, pluma trágica de la república liberal, decidió sacar el gaucho de uno de sus cajones, puso el relato de la derrota de Martín Fierro como libro nacional. No al Facundo, como habría deseado Borges, porque tal vez intuía que la historia del Tigre de los LLanos, tal como lo dijo el maestro Feinmann, es el más brillante narración de la rebeldía de los caudillos.
La aparición del peronismo puso por primera vez la lucha de clases en el primer plano de las relaciones políticas y culturales de la Argentina. Tal vez porque la lucha del pueblo no se produce en el laboratorio de las ciencias sociales, como lo plantea la izquierda platónica, sino en el barro de la historia, del que surgieron los cabecitas negras, gente de malos modales, que violentaron la gloriosa fuente de la plaza de Mayo, poniendo las patas en ella para refrescarse luego de haber caminado kilómetros para liberar a su lider. Esos trabajadores pudieron mandar a sus hijos a estudiar. Esos jóvenes leyeron a Marx y lo articularon con las luchas de la periferia, tal vez porque como sus padres no sabían comportarse y violentaron esos clásicos europeos y lo leyeron como les dió la gana.
El régimen reaccionó, como dolorosamente sabemos, con una violencia que superó un límite que la humanidad no pudo soportar.
En los festejos del segundo centenario, no hubo estado de sitio. Cientos de miles de personas festejaron en la calle. La presidenta que los acompañaba era una mujer peronista. Impecable premio de la historia. El pueblo fue el que narró la historia, esta vez con su propia voz.
Podemos dar un salto hasta la actualidad, es decir el siglo XXI, Mauricio Macri se apresta a asumir la presidencia del país. Producto auténtico de los nichos del poder real, es decir, los negocios sucios con el estado, el marketing publicitario y la protección de las empresas periodística que son sus socios. Ya no necesita la mediación de los traidores que nunca faltaron en los partidos populares. Eso es nuevo. El patrón se pone él mismo el traje presidencial.
Por suerte el futuro todavía es una página en blanco.
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