No sé si podemos decir que vivimos sumergidos en lo mediático. Algunos imaginarán ese mundo diminuto y asfixiante como una pecera. El poder nos miraría desde afuera con la implícita amenaza de no tirarnos comida o de cortarnos el oxígeno o aún peor de sacarnos el agua en la que nadamos y respiramos. Sería un poder omnipotente, no habría un afuera, ni menos un mundo alternativo al que se pueda navegar desde esas aguas turbias y llenas de amenazas.
Otros verían en ese mundo imaginado una exageración, la rutinaria queja de llorones que no pueden dejar de hablar de su derrota.
Qué se puede decir en ese contexto de los jugadores de fútbol en un mundial. Que disponen de una pecera de lujo para nadar, iluminada y visible desde cualquier lugar del mundo. Se diría que son los peces más privilegiados, allí frente a nosotros, rápidos, hermosos, fuertes como ninguno. Nuestro equipo estuvo allí, en esa pecera de lujo, como uno de los mejores. Cada uno de nuestros muchachos nos contó una historia: Romero y su superación; Mascherano y su heroísmo salvando nuestro ejército en el último segundo; Sabella y su humildad de abuelo bueno y compañero; y finalmente nuestro niño de oro, Lío Messi, capaz de darle a la pelota (gol contra Irán) trazos dignos de un pintor surrealista.
Pero, qué cansado se lo veía a nuestro niño sosteniendo su premio de oro, premio que no pidió y que tal vez no quería sostener. Allí arriba, en su tarima de mejor de todos, debe estar pensando, me lo imagino, lo que cada uno de nosotros soñamos en nuestras propias pecera, salir de una vez por todas de la asfixia de esa caja de vidrio y navegar y navegar, sin saber adonde, solo con el viento en nuestra cara guiándonos.
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