Sospecho , en medio de las iluminaciones, si se puede decir, o si quieren la emoción de un triunfo deportivo, que el fútbol también está alcanzado por una historicidad que vale la pena respetar y conocer.
No desconozco que el fútbol no está exceptuado de la mercantilización imperante en el resto de las actividades humanas pero aún así conserva un halo de rito popular de iniciación para los varones y ahora también para las niñas.
Era suficiente en los patios de recreo de la infancia con abollar un par de papeles para armar una ceremonia en la que cada uno se mostraba tal cual era y aprendía los rudimentos de una ética que en sustancia se trata de sostener toda la vida. Me refiero a la ética de jugar con el compañero. O de jugársela por un propósito que supera la mera individualidad
A propósito de eso recuerdo una historia. Sucedió en el año 1966. Yo era un niño, tenía seis años, esa lejanía le da al recuerdo, creo, un estatuto de leyenda más que el cientificismo que puede darle una investigación histórica académica. Sea como sea en ese año River se disponía a disputar por primera vez en su historia la final de la libertadores de América con Peñarol de Uruguay. Cada uno ganó su partido de local y se tuvo que jugar un partido de desempate en Chile. River empezó ganando el partido 2 a 0 y finalmente lo perdió 4 a 2.
Hay leyendas alrededor de ese partido. Los escasos registros televisivos que se conservan son de pésima calidad. Se dice que Amadeo Carrizo, gran arquero que reinventó de alguna manera su puesto, sacó una pelota con el pecho. Jugada incomprensible para la mayoría. Los adversarios, los jugadores de Peñarol, lo tomaron como una sobrada, se dice que ese enojo los hizo reaccionar y dar vuelta el partido.
Los de River sí entendieron la jugada de Amadeo. Ese lujo inesperado, tal vez gratuito, ese desafío a la lógica, no tenía como propósito sobrar al rival, sino continuar, respetar diríamos, una tradición, una forma de jugar al fútbol, de jugar simplemente, una identidad que todos los riverplatenses llevamos con orgullo.
Una continuidad que venía, por ejemplo, de la década del cuarenta donde se había destacado un equipo de River que pasó a la historia con el nombre de la máquina. Luego en la década del cincuenta siguieron los éxitos y jugadores de la talla de Sívori y sobretodo un uruguayo llamado Walter Gomez al que le dedicaron una canción: "la gente ya no come para ver a Walter Gomez". Es decir el futbol como una fiesta cotidiana como el pan de los pobres, como el techito para guarecerse de la lluvia.
Pero volvamos a Amadeo y a esa derrota humillante. Eso fue la decada del sesenta para River, planteles lujosos que terminaban segundos. Gallinas fue el apodo que quedó reemplazando al más augusto de máquina.
Esa deuda se empezó a pagar en el 75 de la mano de Angelito Labruna y la internacional de la mano del Bambino Veira en el año 86.
Todavía quedaba en el tiempo la caida al descenso. Tal vez una caída adánica, es decir un castigo del buen Dios, por querer reemplazarlo de pecho. De todas manera el ascenso no tardó en llegar.
El miércoles a la noche River salió campeón de América por tercera vez. Han pasado casi cincuenta años del episodio del partido de Peñarol. Hubo pocos lujos. El partido se jugó bajo la lluvia que le terminó dando una estética de aventura épica. Lodo y sangre como la llegada del capital al mundo. Solo queda un deseo. Me gustaría que ese gesto de Amadeo se conserve, que cuando veamos que viene la pelota volando hacia nosotros, por más embarrada que este y aunque estemos con ropa nueva, la paremos con el pecho y salgamos jugando con la cabeza levantada, ese será el definitivo momento de la victoria.
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