¿Vale la pena contar la pequeña anécdota que genera estas lineas, o se la debe dejar diluirse, como sin duda sucederá la cuente o no en este artículo, en el entramado de otras historias de nuestro tiempo sin duda más relevantes?
Bastará con que diga que se trata de una reunión entre docentes y estudiantes del Joaquín V. Gonzalez para decidir si se asistirá o no a una reunión organizada por el estado.
¿Es este hecho inusual como a mí me parece? A mi me generó una expectativa importante: la democracia sigue siendo una novedad para muchos de nosotros, tal vez, porque si es verdadera tiene que estar inventándose todo el tiempo y debe ser puesta en crisis para que continúe su movimiento en busca de nuevos límites cada vez.
Me levanté temprano y con buen ánimo para llegar al instituto. Acaso esperaba encontrar un ambiente parecido al del ingreso, es decir, la circulación de la palabra propia, la alegría del compañerismo y el cuidado del otro.
La reunión comenzó con la palabra de un representante de cada uno de los 17 departamentos. Por un acuerdo previo se le concedía tres minutos a cada uno. Ese acuerdo se respetó. Cada uno, según su estilo, intentó ser claro, sin agresiones y hasta con cierta creatividad en la presentación de cada discurso.
Luego hablaron los estudiantes. Se dice al auditorio que hay una lista de oradores en la que hay que anotarse si se quiere hablar, sin embargo, pronto se advierte que todos los que hablan parecen turnarse para decir el mismo discurso. Muchos de nosotros sentimos, con impotencia, que eramos extras de un guión que había sido escrito antes, que estábamos siendo aparateados, es decir privados de nuestra autonomía, que la palabras ya no circulaba sino que se había banalizado, que la habían sustraído vaya a saber con qué propósito.
El aparato se sustantiva y termina siendo un fin en si mismo. Los que lo usan creen que saben usarlo pero ellos también terminan siendo un engranaje más, una tuerca que una vez ajustada se quedá allí para siempre.
No me quedé a ver la función de la mañana hasta el final. Me dicen que hubo una compañera que se obstinó en hablar por todos nosotros (¡las mujeres siempre más fuertes!) y que fue abucheada o interrumpida o las dos cosas a la vez. Qué lástima ¿no?
Salí del instituto y el sol del otoño me recibió como siempre, sabio y paciente me supo escuchar como lo hizo siempre que lo necesité
Magistral registro de la vivencia frustrante de la propia palabra amordazada.
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