martes, 2 de octubre de 2018

Hudson o la creación de una infancia


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Dejo hojas entre las hojas de los niños, papelitos irregulares, de distinto origen y condición, amarillentos o blancos, destinados a contener una idea que parece siempre genial cuando estalla en los dedos, como de niños dejábamos migas de pan para atraer a los pájaros.
Esas migas eran un pequeño secreto entre aquellos pájaros y esos niños que fuimos. Un minúsculo lenguaje si se quiere. Qué querían decir esas migas y que leían los pájaros desde su vuelo. El problema de la traducción que supo ver el maestro Horacio Gonzalez.
En la angustiosa selección de libros a la que estoy obligado a abocarme se me ocurrió poner como número uno al libro de Hudson: “Allá lejos y hace tiempo”, libro de infancia para escritores admirados, el gran Piglia, por ejemplo, padrino de este libro.
No lo leí. Si tuviera que ser realista con mi infancia, con este inicio de mi biografía de lector tendría que empezar con historietas, las comunes para un niño de hace cincuenta años, imposible de rescatar sin hundirse en múltiples explicaciones.
Empecemos mintiendo entonces. Será Hudson el escritor de una infancia que no fue la mía pero que será la del narrador
Acabo de comprar (¿es un delito comprar libros, me perjudicará en mi jubilación?), en plan de compensar tal vez, en una oscura librería, una edición moderna del Cabo Sabino, tapa brillosa con el hermoso dibujo de Carlos Casalla del rostro en colores y fondo negro. En este caso oscuro se trata de un adjetivo realista porque el local a dónde fui a buscarlo estaba casi a oscuras, solo un pequeño foquito bajo consumo hacía visibles a tres viejitos que parecían ser los que atendían el local: estampas de la política energética del Directorio y también de su triunfo cultural porque los tres viejitos que se refugiaban en la penumbra hablaban en contra de cierta protesta callejera que traía problemas de tránsito en hora pico.
Cabo Sabino era una historieta que solía leer en una revista que se llamaba Dartagnan, por eso hablé de compensación. A la mentira de Hudson la equilibra el dato realista de mi lectura de la historia de este milico en los años previos al exterminio de los indios.
Tendré que imaginar a un niño al que le llega, seguramente de manos del abuelo, o como consecuencia de la casualidad en alguna expedición en los galpones donde se guardaban las herramienta y múltiples objetos que ya no se usan en la casa y que se dejan olvidados, como podría ser el caso de la edición de 1938 de Allá lejos y hace tiempo.
Me llama la atención, y ese asombro es lo primero que me deja la lectura, la belleza del título, lo que me hace creer en la pericia de la traducción: “Far away and long ago, que es el título original, también me gusta, pero como mi conocimiento es precario, me quedo con el sonido de las palabras, far away son dos palabras lo mismo que long ago, pero si las pronuncio sin que mi lengua se trabe se convierten en dos palabras en lugar de cuatro: faraway and longago, casi dos apellidos o mejor nombres de pájaros.
Eso si sé que Hudson amaba a los pájaros, cosa que no sucedería si mi lectura fuera una lectura de infancia y no una lectura de un viejo que pretende fingir que es un niño.
Nosotros amábamos a los pájaros como Hudson y como él pretendíamos cazarlos aunque con métodos más rústicos: llevábamos colgada con orgullo una gomera que servía para tirar piedras con temible violencia e imprecisión

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Hudson era Argentino, es decir había nacido en el territorio pero hijo de ingleses. Narraba en inglés experiencias que había vivido en territorios del extremo sur: el problema de la traducción, es decir de la imprecisión de las palabras que llegan a nosotros como las violentas piedras de nuestra infancia. Es decir: cómo llamar en otro idioma lo que ya tiene nombre en otro.
Arrojado a un mundo de lengua castellana Hudson escribe en inglés, entonces cuando escribe traduce. Escribe de viejo sobre un mundo que vivió de niño.
Traduce cuando en el comienzo dice: “es muy fácil caer en el error de creer que las pocas cosas que se recuerdan con claridad y se representan en la mente, sean precisamente aquellas que han revistido más importancia en nuestra vida, por ese motivo se conservan en la memoria mientras el resto se ha esfumado.
Es imposible la mímesis entonces. Hudson tendrá que traducir, es decir, tendrá que crear.

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Profunda disonancia. Apenas pasadas diez páginas encontramos que del mundo natural, infantil y lejano de Hudson brota temprano el conflicto social. Problemas de traducción tal vez.
Se decía que la casa donde vivía Hudson estaba encantada.
La leyenda decía que cincuenta años antes de que la familia del narrador comprara la casa sucedió una tragedia (traducción: lo que ahora nosotros leemos como tragedia, en la época que sucedieron los hechos era natural como el canto de los pájaros y el ladrido de los perros), un joven y hermoso esclavo (se aventura Hudson o la leyenda a adjetivar), se convirtió en el favorito de la señora.
“Interpretando mal dice Hudson (traduciendo mal podría decir Gonzalez) las graciosas maneras de su señora (traducción: histeria perversa, juego erótico de poder que ya del inicio llevaba la consecuencia de la muerte del seducido) se aventuró, acercándose a ella, en ausencia del amo, a declararle sus sentimientos.
No pudo la dama (qué podemos traducir del paso de señora a dama, por qué son necesarias esas dos palabras para nombrar a una mujer, tal vez porque es señora cuando seduce y dama cuando castiga) perdonar semejante ofensa.
Más adelante dice: “poseedor de un corazón implacable (el amo aún cuando asesina lo hace con el corazón que apenas es implacable) el esposo ordenó que el ofensor (traducción: el esclavo pasa de hermoso a ofensor, como la mujer pasa de señora seductora a dama ofendida) fuera suspendido por las muñecas de una de las ramas bajas y horizontales del árbol (traducción: patíbulo) y allá a la vista del amo y de la esposa (vigilar y castigar: la vista del amo y la naturaleza del árbol como punición) los demás esclavos, sus compañeros, lo azotaron hasta causarle la muerte (solo alcanza la mirada del amo para que se materialice en la obediencia de los esclavos).
Saltemos tres renglones y nos encontramos que el esclavo negro (ya no hermoso ni favorito de la señora, ni siquiera ofensor, cadáver despedazado) Pero luego Hudson en unos discretos paréntesis dice que el castigo fue más duro que lo que su proceder reclamaba. Hudson cincuenta años después del asesinato reclama un castigo menos duro para el proceder del pobre negro seducido por la señora .
Eso sí, el hermoso esclavo, favorito de la señora, ofensor, cadáver destrozado y finalmente fantasma (traduzco la palabra duende que usa el traductor de Hudson) que solo se anima a permanecer “inmóvil durante horas, en una actitud meditativa y triste, al decir de mucha gente, yo no lo ví nunca”
Luego Hudson recuerda a un perro, “Pichicho” se lo llamó así dice, hasta que desapareció misteriosamentte. Anécdota con el perro: “las primeras lecciones de equitación las tomamos sobre su lomo ...sin duda el corcel canino quedó disgustado como cualquiera de nosotros con lo sucedido, y aún me parece ver al inteligente compañero (el perro inteligente y el esclavo hermoso, inversión de Hudson) sentado en la curiosa posición que había adquirido para hacer descansar su pata enfermo, con la boca abierta en una especie de inmensa sonrisa y mirándonos con ojos castaños y benevolentes reflejando la misma expresión que pone una de esas fieles y ancianas (inversión: perro inteligente, anciana fiel) encargadas de un montón de chicos blancos, tan orgullosa y contenta de cuidar a los hijos de una raza superior (epa).
Aquí llegamos, hasta aquí nos lleva el lenguaje, raza superior, negro hermoso, ofensor, cadáver destrozado, fantasma, negras fieles, parecidas a perros inteligentes y finalmente raza superior. Hudson pertenece a esa raza y empieza su primer capítulo escribiendo desde allí

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Vale decir, ahora, aunque, por supuesto todos se habrán dado cuenta de que lo que estoy haciendo no es una crítica estética sino la narración de una lectura, de “mi” lectura. Tendría que incluir las interrupciones, pero entonces: ¿cuál de ellas? La mías propias, las del sueño, el cabeceo por ejemplo, entre linea y linea o precisamente quién vino y rompió el silencio, el glorioso alimento de todo lector, insumo tan difícil de conseguir en estos días.
Narrar las interrupciones o decir que el que “vuelve” a leer no es el mismo. Basicamente porque ya ha empezado a leer, ha sido modificado.
Ayer sábado empecé a leer, hoy domingo retomo. Terminé el primer capítulo y tengo cierta culpa por el trato que le dí a Hudson en la lectura anterior. El yo que escribe hoy piensa que es un anacronismo criticar a Hudson por hablar de raza superior, porque habría que historizar también a las palabras que como sabemos son metáforas que vamos naturalizando con el uso. Hudson usaba el término mucho antes de que Hitler ingresara en la historia. Incluso la traducción y la hermosa edición (ya hablaremos de ella) son de 1938 cuando la segunda guerra mundial no había comenzado. Pero cuando se narra una lectura se narra sobretodo la deriva de una subjetividad que además es la misma del que escribe. Del primer capítulo queda entonces, lo lamento, la historia del esclavo negro. Porque narramos también la historia del lenguaje. Desde que Hudson escribió, pasando por la traducción hecha en 1938 y la lectura que avanza en 2018 ochenta años después.
Historia de una lectura, historia del lenguaje, de como la expresión, solo el nombre: raza superior, se volvió insoportable para nuestro mundo correcto e hipócrita, donde la valorización financiera destruyó el trabajo e instauró una desigualdad insoportable en el reparto de la riqueza. Esto no está ni siquiera en el lenguaje que es ahora abrumadoramente mediático.
Dijimos que la lectura era nuestra ficción, nuestra experiencia.


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En el capítulo dos Hudson nos presenta a un lector: Mr Trigg, figura más inquietante que el asesino con el cual se encuentra en el comienzo del capítulo o con las ratas que dominan temerariamente el territorio.
Mr Trigg es además actor, crea una escena de ficción y representa a una mujer, sin que los niños adviertan que es él.
Mr Trigg es despedido cuando inflinge castigos físicos a nuestros héroes. La punición, es evidente, distingue a las razas una de otra. El hermoso esclavo negro muere azotado por sus compañeros, el asesino espera tranquilamente su translado y mr Trigg cae en desgracia cuando no sabe leer (justo él, un lector profesional) esa distinción cultural, golpea en la persona equivocada


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Capítulo cinco. Nos saltamos tres capítulos (para usar una expresión y un método típico de Alicia en sus clases) Hudson es un experto en pájaros. Tuve la oportunidad de ver los numerosos volúmenes de su obra completa en la noble librería Casares que estaba, como algunos todavía recuerdan en la calle Suipacha y Lavalle.
Allí los títulos de los lomos se refieren a pájaros ingleses y de La Pampa. Parece que en la naturaleza no interviene la historia. Sin embargo, en el capítulo cinco dice que los primeros españoles de las pampas, se transformaron de agricultores, en ganaderos exclusivamente y en cazadores. Más tarde cuando el país (vaya animismo y abstracción) Quiénes de ese país. A esta altura los lectores nos preguntamos qué país. Con quiso y proclamó su independencia. Se sucedieron innecesantes guerras civiles, similares a cuervos y hurracas, salvo que en lugar de picos se usaba cuchillo (acaso está diciendo Hudson, civilización o barbarie. Todo eso contribuyó a sumir a los habitantes de las pampas, cada vez más hondamente, en una vida ruda y salvaje) La naturaleza historizada entonces sobrevive apenas por el trabajo civilizatorio

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Casi sin darnos cuenta caemos en el capítulo siete. El autor nos adelanta que narrará su primera visita a Buenos Aires. Menciona a Don Eusebio, el bufón del dictador, sospechamos que se trata de Don Juán Manuel de Rosas, el gran fantasma de la oligarquía del siglo XIX. Este inglesito ¿no sabrá que Don Juán Manuel morirá en la civilizada Inglaterra, como un farmer más, temeroso de la comuna de París?
Pero de todas maneras, bienvenida la historia, luego de la adormecida convivencia con los pájaros amados por Hudson. Iniciación en la naturaleza y ahora iniciación en la ciudad. Veremos.

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Nos encontramos, en este capítulo, como suponíamos, con una escena importante. Y con negras en este caso. Qué cosa amigo Hudson, su memoria está poblada de pájaros y de negros. Y de negras.
Las negras lavaban la ropa sucia de Buenos Aires. He aquí, delante nuestro, una multitud de metáforas posibles, pero demasiado fáciles para nuestro gusto.
Hudson dice que aquellas lavanderas eran demasiado vocingleras (advierto que esa palabra vocinglera fue olvidada, se dejó de usar tal vez por su dificultad de pronunciación. Las negras, por supuesto, no hablan inglés y si lo hicieran no sería lo mismo porque su exceso las acerca a la naturaleza, su lengua las ubica) y las compara sin evitar la facilidad de la metáfora con sus amados pájaros. Lo negros, las negras en este caso, seguían siendo ajenos a lo civilizado, hundidos en metáforas naturales, pero con el poder de inquietar, digamos y nos hacemos cargo de lo que decimos, eróticamente al joven Hudson, que a pesar de declararse molesto por los gritos de las negras, iba, dice, una y otra vez a aquel lugar. Aquellas negras, según la memoria del relato miraban sospechosamente a los muchachos vagabundos. Qué decir de esas miradas salvajes e inolvidables que hacían volver una y otra vez a los señoritos.
Algunas veces, dice, me despedían con duras palabras, recordemos con su vocinglería. Pero Hudson no era el único señorito atraído por esa lengua inquietante. Las negras los enfrentaban, ya no se trataba del duende silencioso e inmóvil del esclavo muerto

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Enorme cantidad de pordioseros infectaban la urbe. Estos pobres hombres, ex soldados viejos, habían servido en el ejército, diez, quince, o veinte años de acuerdo a la índole del crímen por el que fueron condenados al servicio militar. Carne de cañón, diríamos

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El final del capítulo VII nos muestra a Eusebio, bufón de Rosas. Escenas de una Buenos Aires bajo el dominio federal: las negras enfrentando a los señoritos y el triste espectáculo del bufón del señor.
Sin embargo Hudson no encuentra precisión para nombrarlo: presidente o dictador, Nerón de sudamérica, el gran Rosas, Don Juán Manuel y finalmente el más grande de cuantos alcanzaron de poder en este continente de repúblicas y revoluciones.
Fascinación y rechazo, naturaleza y revolución, la razón y la sangre.

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Creo que hay poesía o por lo menos lenguaje poético cuando el escritor intenta, y lo logra de manera fugaz, producir un vacío en el lenguaje, una interrupción en la cadena de producción de sentido. Como los ludistas, anarquistas del siglo diecinueve que saboteaban las máquinas de la naciente cultura industrial, así la poesía, el escritor, debe conspirar contra el ruido mediático, contra la retórica del poder. Politizar las formas cuando son fácilmente banalizados, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, yo lo denomino, por mi parte, dice Roland Barthes en Barthes por Barthes, literatura

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Sergio me dice que mis informes no son publicables. No es lo que se me pide. Escribir mucho significa un derroche. Del que escribe, luego del que lee, y finalmente de la memoria de los dispositivos. Me explicó que hay un límite de caracteres. Se ofrece para instalar en mi computadora un programa que comprima mis textos. Así como el corrector marca con rojo las faltas de ortografía, en ese programa hay un constante aviso del límite de lo que se puede escribir. Luego se puede sacar, me dice, con el tono y la mirada que significa bondad, casi como la de un padre comprensivo. No hace falta borrar lo que ya he escrito, solo hay que escanearlo y la computadora lo pasará al formato autorizado.
Informatizar las formas, digo en voz baja, como para demostrar que he entendido, que no hace falta repetir. Politizar las formas digo o en realidad no lo digo, solo lo pienso, porque soy consciente que la palabra politizar no corresponde, ninguna aplicación permitirá que la escriba.
No lo digo, y desde ese momento mi relación con Sergio se dividirá en lo dicho y en lo callado, como si ya me hubieran instalado la aplicación, no en mi computadora sino en mi lenguaje

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El capítulo VIII es un gran capítulo. El título es la caída del tirano y sus consecuencia. Hasta ahí muy Mitre, muy en el tono que hasta este capítulo veníamos leyendo. Pero en el segundo párrafo viene la sorpresa: el retrato en colores que ocupaba el puesto de honor sobre la chimenea de la casa. El gran personaje, un rostro de razgos regulares y fino perfil, con pelo y patillas castaños claros, ligeramente rubios y ojos azules. Era llamado por muchos “el inglés” a causa de la regularidad de sus facciones (oh, la belleza de la geometría) y el color del pelo. El rostro, austero y hermoso del jefe supremo del país. Y la frase se remata: mi padre (por razones que a un tiempo diré, atempera Hudson) era admirador ferviente de Rosas, un “rosista crudo”.
Siguiendo el hilo de mi lectura, tal vez no del texto. Se lee linealmente, de izquierda a derecha y lo que se piensa mientras se lee puede ser traicionado tranquilamente cuando la lectura se termina y se adoptan como propias lecturas prestigiosas. Decía que Hudson en este capítulo historiza a la naturaleza a la que no abandona del todo. Incluso la belleza del tirano es una belleza de la naturaleza, de la biología más que de otra cosa.
La violencia de los gauchos también aparece, pero también en la forma inocente que los salvajes la ejercen. Se cita incluso a Darwin: “si un gaucho os cortara el cuello lo efectuaría como un caballero”. Unos renglones más adelante, algo dicho por un gaucho:”cómo sería posible que me privara del placer de cortar semejante garganta, tan bien formada, tan suave y tan flexible. ¡Piensa en la vista de la caliente y roja sangre cayendo de esa blanca columna!”.
Es decir, una violencia casi sin intención política estetizada por Hudson. Qué nos esperará más adelante en nuestra lectura: el país ya no es del tirano amado por los negros y por no pocos ingleses.

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Ya colonizado por el lector, en la página doscientos nos encontramos con una perlita. Debo decir que casi desde el capítulo ocho, dedicado al restaurador de las leyes, solo habíamos recorrido con la memoria de Hudson, tediosas anécdotas que se repetían a pesar de ser distintas. Quiero decir, no lograban interesar. Hudson todavía pequeño (...no se me permitía la escopeta) salía para diversión de los gauchos a cazar pájaros. Qué inglés bobo. Quizas esas boleadoras de unos eran el antecedente de las gomeras de nuestra infancia. El hecho es que un inglés barbudo le gritó: ¿Por qué venís aquí inglesito a asustar y espantas pajaritos de Dios? ¿No sabés que no dañan a nadie y está mal herirlos? Experimenté vergüenza dice y abandoné la cazadores
Abrumado por los relatos de la naturaleza que no se privaron de ratas y culebras (conocimos víboras verdes que sabemos ahora inofensivas e incluso una negra que se puede decir que se hizo amiga del viejo Hudson cuando niño) llegamos al lejano capítulo XVII llamado el animismo de un niño. Como una perla o como una víbora negra (nosotros con nuestras metáforas que pretenden el ingenio e incluso la belleza) encontramos una reflexión que nos animamos a consignar: “en grandes ciudades y en todos los sitios poblados, donde la naturaleza ha sido dominada hasta parece formar parte de la obra del hombre, casi tan artificial como los edificios que habita (subrayar aquí) y si volvemos atrás, y por animismo no quiero significar la teoría de un alma existente en la naturaleza, sino la tendencia, impulso o sustituto en el que se originan los mitos, para animar las cosas, la proyección de nosotros mismos dentro de la naturaleza

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El amor por la naturaleza de Hudson. Dice: “Esta facultad o instinto del albor de la mente es, o siempre me pareció, esencialmente de carácter místico. Constituye, sin duda, la base de toda adoración por la naturaleza, desde el fetichismo hasta las más altas manifestaciones del panteísmo.
Para Hudson el misterio de lo divino está en sus queridos árboles. Desconfía de las religiones antropomórficas y se arroja a sus sentimientos. Bien por Hudson

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En el capítulo veintiuno. Rito de iniciación de nuestro héroe
ahora de diez años. Salir a cazar con un arma acompañado por un hermano mayor. Resultado: 39 pájaros muertos. ¿Será un anacronismo condenarlo?
¿Se podrá decir de Hudson que es un narrador moderno se deberá decir que técnicas que hoy resultan modernas, es decir anunciar los procedimientos que se van a usar para narrar renunciando al efecto de naturalidad que ofrecen artificios más conocidos por los lectores?
En el capítulo XXII Hudson, o el narrador que inventó Hudson, dice que necesita un capítulo o dos para redondear el libro. Salta entonces de los diez a los quince años de edad que para entonces es el fin de la infancia.
Se acerca el final del libro y empezamos a sentir la ausencia femenina. No hay ninguna niña que represente la belleza y el despertar sexual. Solo está la madre de la que, sino me equivoco, no es nunca nombrada por su nombre pila, solo es madre: “...por encima del entrañable afecto entre madre e hijo, teníamos un parentesco espiritual, de suerte que toda cosa hermosa a la vista o al oído, que me llamaba la atención se me presentaba asociado a ella.
Está la sensualidad de los pájaros, ese amor inmanente que concede un sentido y sobretodo ganas de vivir. También encuentra Hudson el cuerpo en el dolor, en la enfermedad: ...un dolor tan insoportable como si un acero atravesara mi corazón.
Sin embargo el libro termina como un hermoso canto a lo que Hudson llama vida terrenal:”...era infinitamente mejor ser que no ser.

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