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Dejo
hojas entre las hojas de los niños, papelitos irregulares, de
distinto origen y condición, amarillentos o blancos, destinados a
contener una idea que parece siempre genial cuando estalla en los
dedos, como de niños dejábamos migas de pan para atraer a los
pájaros.
Esas
migas eran un pequeño secreto entre aquellos pájaros y esos niños
que fuimos. Un minúsculo lenguaje si se quiere. Qué querían decir
esas migas y que leían los pájaros desde su vuelo. El problema de
la traducción que supo ver el maestro Horacio Gonzalez.
En
la angustiosa selección de libros a la que estoy obligado a abocarme
se me ocurrió poner como número uno al libro de Hudson: “Allá
lejos y hace tiempo”, libro de infancia para escritores admirados,
el gran Piglia, por ejemplo, padrino de este libro.
No
lo leí. Si tuviera que ser realista con mi infancia, con este inicio
de mi biografía de lector tendría que empezar con historietas, las
comunes para un niño de hace cincuenta años, imposible de rescatar
sin hundirse en múltiples explicaciones.
Empecemos
mintiendo entonces. Será Hudson el escritor de una infancia que no
fue la mía pero que será la del narrador
Acabo
de comprar (¿es un delito comprar libros, me perjudicará en mi
jubilación?), en plan de compensar tal vez, en una oscura librería,
una edición moderna del Cabo Sabino, tapa brillosa con el hermoso
dibujo de Carlos Casalla del rostro en colores y fondo negro. En este
caso oscuro se trata de un adjetivo realista porque el local a dónde
fui a buscarlo estaba casi a oscuras, solo un pequeño foquito bajo
consumo hacía visibles a tres viejitos que parecían ser los que
atendían el local: estampas de la política energética del
Directorio y también de su triunfo cultural porque los tres viejitos
que se refugiaban en la penumbra hablaban en contra de cierta
protesta callejera que traía problemas de tránsito en hora pico.
Cabo
Sabino era una historieta que solía leer en una revista que se
llamaba Dartagnan, por eso hablé de compensación. A la mentira de
Hudson la equilibra el dato realista de mi lectura de la historia de
este milico en los años previos al exterminio de los indios.
Tendré
que imaginar a un niño al que le llega, seguramente de manos del
abuelo, o como consecuencia de la casualidad en alguna expedición en
los galpones donde se guardaban las herramienta y múltiples objetos
que ya no se usan en la casa y que se dejan olvidados, como podría
ser el caso de la edición de 1938 de Allá lejos y hace tiempo.
Me
llama la atención, y ese asombro es lo primero que me deja la
lectura, la belleza del título, lo que me hace creer en la pericia
de la traducción: “Far away and long ago, que es el título
original, también me gusta, pero como mi conocimiento es precario,
me quedo con el sonido de las palabras, far away son dos palabras lo
mismo que long ago, pero si las pronuncio sin que mi lengua se trabe
se convierten en dos palabras en lugar de cuatro: faraway and
longago, casi dos apellidos o mejor nombres de pájaros.
Eso
si sé que Hudson amaba a los pájaros, cosa que no sucedería si mi
lectura fuera una lectura de infancia y no una lectura de un viejo
que pretende fingir que es un niño.
Nosotros
amábamos a los pájaros como Hudson y como él pretendíamos
cazarlos aunque con métodos más rústicos: llevábamos colgada con
orgullo una gomera que servía para tirar piedras con temible
violencia e imprecisión
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Hudson
era Argentino, es decir había nacido en el territorio pero hijo de
ingleses. Narraba en inglés experiencias que había vivido en
territorios del extremo sur: el problema de la traducción, es decir
de la imprecisión de las palabras que llegan a nosotros como las
violentas piedras de nuestra infancia. Es decir: cómo llamar en otro
idioma lo que ya tiene nombre en otro.
Arrojado
a un mundo de lengua castellana Hudson escribe en inglés, entonces
cuando escribe traduce. Escribe de viejo sobre un mundo que vivió de
niño.
Traduce
cuando en el comienzo dice: “es muy fácil caer en el error de
creer que las pocas cosas que se recuerdan con claridad y se
representan en la mente, sean precisamente aquellas que han revistido
más importancia en nuestra vida, por ese motivo se conservan en la
memoria mientras el resto se ha esfumado.
Es
imposible la mímesis entonces. Hudson tendrá que traducir, es
decir, tendrá que crear.
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Profunda
disonancia. Apenas pasadas diez páginas encontramos que del mundo
natural, infantil y lejano de Hudson brota temprano el conflicto
social. Problemas de traducción tal vez.
Se
decía que la casa donde vivía Hudson estaba encantada.
La
leyenda decía que cincuenta años antes de que la familia del
narrador comprara la casa sucedió una tragedia (traducción: lo que
ahora nosotros leemos como tragedia, en la época que sucedieron los
hechos era natural como el canto de los pájaros y el ladrido de los
perros), un joven y hermoso esclavo (se aventura Hudson o la leyenda
a adjetivar), se convirtió en el favorito de la señora.
“Interpretando
mal dice Hudson (traduciendo mal podría decir Gonzalez) las
graciosas maneras de su señora (traducción: histeria perversa,
juego erótico de poder que ya del inicio llevaba la consecuencia de
la muerte del seducido) se aventuró, acercándose a ella, en
ausencia del amo, a declararle sus sentimientos.
No
pudo la dama (qué podemos traducir del paso de señora a dama, por
qué son necesarias esas dos palabras para nombrar a una mujer, tal
vez porque es señora cuando seduce y dama cuando castiga) perdonar
semejante ofensa.
Más
adelante dice: “poseedor de un corazón implacable (el amo aún
cuando asesina lo hace con el corazón que apenas es implacable) el
esposo ordenó que el ofensor (traducción: el esclavo pasa de
hermoso a ofensor, como la mujer pasa de señora seductora a dama
ofendida) fuera suspendido por las muñecas de una de las ramas bajas
y horizontales del árbol (traducción: patíbulo) y allá a la vista
del amo y de la esposa (vigilar y castigar: la vista del amo y la
naturaleza del árbol como punición) los demás esclavos, sus
compañeros, lo azotaron hasta causarle la muerte (solo alcanza la
mirada del amo para que se materialice en la obediencia de los
esclavos).
Saltemos
tres renglones y nos encontramos que el esclavo negro (ya no hermoso
ni favorito de la señora, ni siquiera ofensor, cadáver despedazado)
Pero luego Hudson en unos discretos paréntesis dice que el castigo
fue más duro que lo que su proceder reclamaba. Hudson cincuenta años
después del asesinato reclama un castigo menos duro para el proceder
del pobre negro seducido por la señora .
Eso
sí, el hermoso esclavo, favorito de la señora, ofensor, cadáver
destrozado y finalmente fantasma (traduzco la palabra duende que usa
el traductor de Hudson) que solo se anima a permanecer “inmóvil
durante horas, en una actitud meditativa y triste, al decir de mucha
gente, yo no lo ví nunca”
Luego
Hudson recuerda a un perro, “Pichicho” se lo llamó así dice,
hasta que desapareció misteriosamentte. Anécdota con el perro: “las
primeras lecciones de equitación las tomamos sobre su lomo ...sin
duda el corcel canino quedó disgustado como cualquiera de nosotros
con lo sucedido, y aún me parece ver al inteligente compañero (el
perro inteligente y el esclavo hermoso, inversión de Hudson) sentado
en la curiosa posición que había adquirido para hacer descansar su
pata enfermo, con la boca abierta en una especie de inmensa sonrisa y
mirándonos con ojos castaños y benevolentes reflejando la misma
expresión que pone una de esas fieles y ancianas (inversión: perro
inteligente, anciana fiel) encargadas de un montón de chicos
blancos, tan orgullosa y contenta de cuidar a los hijos de una raza
superior (epa).
Aquí
llegamos, hasta aquí nos lleva el lenguaje, raza superior, negro
hermoso, ofensor, cadáver destrozado, fantasma, negras fieles,
parecidas a perros inteligentes y finalmente raza superior. Hudson
pertenece a esa raza y empieza su primer capítulo escribiendo desde
allí
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Vale
decir, ahora, aunque, por supuesto todos se habrán dado cuenta de
que lo que estoy haciendo no es una crítica estética sino la
narración de una lectura, de “mi” lectura. Tendría que incluir
las interrupciones, pero entonces: ¿cuál de ellas? La mías
propias, las del sueño, el cabeceo por ejemplo, entre linea y linea
o precisamente quién vino y rompió el silencio, el glorioso
alimento de todo lector, insumo tan difícil de conseguir en estos
días.
Narrar
las interrupciones o decir que el que “vuelve” a leer no es el
mismo. Basicamente porque ya ha empezado a leer, ha sido modificado.
Ayer
sábado empecé a leer, hoy domingo retomo. Terminé el primer
capítulo y tengo cierta culpa por el trato que le dí a Hudson en la
lectura anterior. El yo que escribe hoy piensa que es un anacronismo
criticar a Hudson por hablar de raza superior, porque habría que
historizar también a las palabras que como sabemos son metáforas
que vamos naturalizando con el uso. Hudson usaba el término mucho
antes de que Hitler ingresara en la historia. Incluso la traducción
y la hermosa edición (ya hablaremos de ella) son de 1938 cuando la
segunda guerra mundial no había comenzado. Pero cuando se narra una
lectura se narra sobretodo la deriva de una subjetividad que además
es la misma del que escribe. Del primer capítulo queda entonces, lo
lamento, la historia del esclavo negro. Porque narramos también la
historia del lenguaje. Desde que Hudson escribió, pasando por la
traducción hecha en 1938 y la lectura que avanza en 2018 ochenta
años después.
Historia
de una lectura, historia del lenguaje, de como la expresión, solo el
nombre: raza superior, se volvió insoportable para nuestro mundo
correcto e hipócrita, donde la valorización financiera destruyó el
trabajo e instauró una desigualdad insoportable en el reparto de la
riqueza. Esto no está ni siquiera en el lenguaje que es ahora
abrumadoramente mediático.
Dijimos
que la lectura era nuestra ficción, nuestra experiencia.
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En
el capítulo dos Hudson nos presenta a un lector: Mr Trigg, figura
más inquietante que el asesino con el cual se encuentra en el
comienzo del capítulo o con las ratas que dominan temerariamente el
territorio.
Mr
Trigg es además actor, crea una escena de ficción y representa a
una mujer, sin que los niños adviertan que es él.
Mr
Trigg es despedido cuando inflinge castigos físicos a nuestros
héroes. La punición, es evidente, distingue a las razas una de
otra. El hermoso esclavo negro muere azotado por sus compañeros, el
asesino espera tranquilamente su translado y mr Trigg cae en
desgracia cuando no sabe leer (justo él, un lector profesional) esa
distinción cultural, golpea en la persona equivocada
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Capítulo
cinco. Nos saltamos tres capítulos (para usar una expresión y un
método típico de Alicia en sus clases) Hudson es un experto en
pájaros. Tuve la oportunidad de ver los numerosos volúmenes de su
obra completa en la noble librería Casares que estaba, como algunos
todavía recuerdan en la calle Suipacha y Lavalle.
Allí
los títulos de los lomos se refieren a pájaros ingleses y de La
Pampa. Parece que en la naturaleza no interviene la historia. Sin
embargo, en el capítulo cinco dice que los primeros españoles de
las pampas, se transformaron de agricultores, en ganaderos
exclusivamente y en cazadores. Más tarde cuando el país (vaya
animismo y abstracción) Quiénes de ese país. A esta altura los
lectores nos preguntamos qué país. Con quiso y proclamó su
independencia. Se sucedieron innecesantes guerras civiles, similares
a cuervos y hurracas, salvo que en lugar de picos se usaba cuchillo
(acaso está diciendo Hudson, civilización o barbarie. Todo eso
contribuyó a sumir a los habitantes de las pampas, cada vez más
hondamente, en una vida ruda y salvaje) La naturaleza historizada
entonces sobrevive apenas por el trabajo civilizatorio
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Casi
sin darnos cuenta caemos en el capítulo siete. El autor nos adelanta
que narrará su primera visita a Buenos Aires. Menciona a Don
Eusebio, el bufón del dictador, sospechamos que se trata de Don Juán
Manuel de Rosas, el gran fantasma de la oligarquía del siglo XIX.
Este inglesito ¿no sabrá que Don Juán Manuel morirá en la
civilizada Inglaterra, como un farmer más, temeroso de la comuna de
París?
Pero
de todas maneras, bienvenida la historia, luego de la adormecida
convivencia con los pájaros amados por Hudson. Iniciación en la
naturaleza y ahora iniciación en la ciudad. Veremos.
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Nos
encontramos, en este capítulo, como suponíamos, con una escena
importante. Y con negras en este caso. Qué cosa amigo Hudson, su
memoria está poblada de pájaros y de negros. Y de negras.
Las
negras lavaban la ropa sucia de Buenos Aires. He aquí, delante
nuestro, una multitud de metáforas posibles, pero demasiado fáciles
para nuestro gusto.
Hudson
dice que aquellas lavanderas eran demasiado vocingleras (advierto que
esa palabra vocinglera fue olvidada, se dejó de usar tal vez por su
dificultad de pronunciación. Las negras, por supuesto, no hablan
inglés y si lo hicieran no sería lo mismo porque su exceso las
acerca a la naturaleza, su lengua las ubica) y las compara sin evitar
la facilidad de la metáfora con sus amados pájaros. Lo negros, las
negras en este caso, seguían siendo ajenos a lo civilizado, hundidos
en metáforas naturales, pero con el poder de inquietar, digamos y
nos hacemos cargo de lo que decimos, eróticamente al joven Hudson,
que a pesar de declararse molesto por los gritos de las negras, iba,
dice, una y otra vez a aquel lugar. Aquellas negras, según la
memoria del relato miraban sospechosamente a los muchachos
vagabundos. Qué decir de esas miradas salvajes e inolvidables que
hacían volver una y otra vez a los señoritos.
Algunas
veces, dice, me despedían con duras palabras, recordemos con su
vocinglería. Pero Hudson no era el único señorito atraído por esa
lengua inquietante. Las negras los enfrentaban, ya no se trataba del
duende silencioso e inmóvil del esclavo muerto
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Enorme
cantidad de pordioseros infectaban la urbe. Estos pobres hombres, ex
soldados viejos, habían servido en el ejército, diez, quince, o
veinte años de acuerdo a la índole del crímen por el que fueron
condenados al servicio militar. Carne de cañón, diríamos
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El
final del capítulo VII nos muestra a Eusebio, bufón de Rosas.
Escenas de una Buenos Aires bajo el dominio federal: las negras
enfrentando a los señoritos y el triste espectáculo del bufón del
señor.
Sin
embargo Hudson no encuentra precisión para nombrarlo: presidente o
dictador, Nerón de sudamérica, el gran Rosas, Don Juán Manuel y
finalmente el más grande de cuantos alcanzaron de poder en este
continente de repúblicas y revoluciones.
Fascinación
y rechazo, naturaleza y revolución, la razón y la sangre.
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Creo
que hay poesía o por lo menos lenguaje poético cuando el escritor
intenta, y lo logra de manera fugaz, producir un vacío en el
lenguaje, una interrupción en la cadena de producción de sentido.
Como los ludistas, anarquistas del siglo diecinueve que saboteaban
las máquinas de la naciente cultura industrial, así la poesía, el
escritor, debe conspirar contra el ruido mediático, contra la
retórica del poder. Politizar las formas cuando son fácilmente
banalizados, en el esplendor de una revolución permanente del
lenguaje, yo lo denomino, por mi parte, dice Roland Barthes en
Barthes por Barthes, literatura
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Sergio
me dice que mis informes no son publicables. No es lo que se me pide.
Escribir mucho significa un derroche. Del que escribe, luego del que
lee, y finalmente de la memoria de los dispositivos. Me explicó que
hay un límite de caracteres. Se ofrece para instalar en mi
computadora un programa que comprima mis textos. Así como el
corrector marca con rojo las faltas de ortografía, en ese programa
hay un constante aviso del límite de lo que se puede escribir. Luego
se puede sacar, me dice, con el tono y la mirada que significa
bondad, casi como la de un padre comprensivo. No hace falta borrar lo
que ya he escrito, solo hay que escanearlo y la computadora lo pasará
al formato autorizado.
Informatizar
las formas, digo en voz baja, como para demostrar que he entendido,
que no hace falta repetir. Politizar las formas digo o en realidad no
lo digo, solo lo pienso, porque soy consciente que la palabra
politizar no corresponde, ninguna aplicación permitirá que la
escriba.
No
lo digo, y desde ese momento mi relación con Sergio se dividirá en
lo dicho y en lo callado, como si ya me hubieran instalado la
aplicación, no en mi computadora sino en mi lenguaje
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El
capítulo VIII es un gran capítulo. El título es la caída del
tirano y sus consecuencia. Hasta ahí muy Mitre, muy en el tono que
hasta este capítulo veníamos leyendo. Pero en el segundo párrafo
viene la sorpresa: el retrato en colores que ocupaba el puesto de
honor sobre la chimenea de la casa. El gran personaje, un rostro de
razgos regulares y fino perfil, con pelo y patillas castaños claros,
ligeramente rubios y ojos azules. Era llamado por muchos “el
inglés” a causa de la regularidad de sus facciones (oh, la belleza
de la geometría) y el color del pelo. El rostro, austero y hermoso
del jefe supremo del país. Y la frase se remata: mi padre (por
razones que a un tiempo diré, atempera Hudson) era admirador
ferviente de Rosas, un “rosista crudo”.
Siguiendo
el hilo de mi lectura, tal vez no del texto. Se lee linealmente, de
izquierda a derecha y lo que se piensa mientras se lee puede ser
traicionado tranquilamente cuando la lectura se termina y se adoptan
como propias lecturas prestigiosas. Decía que Hudson en este
capítulo historiza a la naturaleza a la que no abandona del todo.
Incluso la belleza del tirano es una belleza de la naturaleza, de la
biología más que de otra cosa.
La
violencia de los gauchos también aparece, pero también en la forma
inocente que los salvajes la ejercen. Se cita incluso a Darwin: “si
un gaucho os cortara el cuello lo efectuaría como un caballero”.
Unos renglones más adelante, algo dicho por un gaucho:”cómo sería
posible que me privara del placer de cortar semejante garganta, tan
bien formada, tan suave y tan flexible. ¡Piensa en la vista de la
caliente y roja sangre cayendo de esa blanca columna!”.
Es
decir, una violencia casi sin intención política estetizada por
Hudson. Qué nos esperará más adelante en nuestra lectura: el país
ya no es del tirano amado por los negros y por no pocos ingleses.
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Ya
colonizado por el lector, en la página doscientos nos encontramos
con una perlita. Debo decir que casi desde el capítulo ocho,
dedicado al restaurador de las leyes, solo habíamos recorrido con la
memoria de Hudson, tediosas anécdotas que se repetían a pesar de
ser distintas. Quiero decir, no lograban interesar. Hudson todavía
pequeño (...no se me permitía la escopeta) salía para diversión
de los gauchos a cazar pájaros. Qué inglés bobo. Quizas esas
boleadoras de unos eran el antecedente de las gomeras de nuestra
infancia. El hecho es que un inglés barbudo le gritó: ¿Por qué
venís aquí inglesito a asustar y espantas pajaritos de Dios? ¿No
sabés que no dañan a nadie y está mal herirlos? Experimenté
vergüenza dice y abandoné la cazadores
Abrumado
por los relatos de la naturaleza que no se privaron de ratas y
culebras (conocimos víboras verdes que sabemos ahora inofensivas e
incluso una negra que se puede decir que se hizo amiga del viejo
Hudson cuando niño) llegamos al lejano capítulo XVII llamado el
animismo de un niño. Como una perla o como una víbora negra
(nosotros con nuestras metáforas que pretenden el ingenio e incluso
la belleza) encontramos una reflexión que nos animamos a consignar:
“en grandes ciudades y en todos los sitios poblados, donde la
naturaleza ha sido dominada hasta parece formar parte de la obra del
hombre, casi tan artificial como los edificios que habita (subrayar
aquí) y si volvemos atrás, y por animismo no quiero significar la
teoría de un alma existente en la naturaleza, sino la tendencia,
impulso o sustituto en el que se originan los mitos, para animar las
cosas, la proyección de nosotros mismos dentro de la naturaleza
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El
amor por la naturaleza de Hudson. Dice: “Esta facultad o instinto
del albor de la mente es, o siempre me pareció, esencialmente de
carácter místico. Constituye, sin duda, la base de toda adoración
por la naturaleza, desde el fetichismo hasta las más altas
manifestaciones del panteísmo.
Para
Hudson el misterio de lo divino está en sus queridos árboles.
Desconfía de las religiones antropomórficas y se arroja a sus
sentimientos. Bien por Hudson
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En
el capítulo veintiuno. Rito de iniciación de nuestro héroe
ahora
de diez años. Salir a cazar con un arma acompañado por un hermano
mayor. Resultado: 39 pájaros muertos. ¿Será un anacronismo
condenarlo?
¿Se
podrá decir de Hudson que es un narrador moderno se deberá decir
que técnicas que hoy resultan modernas, es decir anunciar los
procedimientos que se van a usar para narrar renunciando al efecto de
naturalidad que ofrecen artificios más conocidos por los lectores?
En
el capítulo XXII Hudson, o el narrador que inventó Hudson, dice que
necesita un capítulo o dos para redondear el libro. Salta entonces
de los diez a los quince años de edad que para entonces es el fin de
la infancia.
Se
acerca el final del libro y empezamos a sentir la ausencia femenina.
No hay ninguna niña que represente la belleza y el despertar sexual.
Solo está la madre de la que, sino me equivoco, no es nunca nombrada
por su nombre pila, solo es madre: “...por encima del entrañable
afecto entre madre e hijo, teníamos un parentesco espiritual, de
suerte que toda cosa hermosa a la vista o al oído, que me llamaba la
atención se me presentaba asociado a ella.
Está
la sensualidad de los pájaros, ese amor inmanente que concede un
sentido y sobretodo ganas de vivir. También encuentra Hudson el
cuerpo en el dolor, en la enfermedad: ...un dolor tan insoportable
como si un acero atravesara mi corazón.
Sin
embargo el libro termina como un hermoso canto a lo que Hudson llama
vida terrenal:”...era infinitamente mejor ser que no ser.
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